Con un ecosistema abierto, Google me ha «atrapado» para siempre

Con un ecosistema abierto, Google me ha

Si echo la vista atrás en mi historia tecnológica, entre mis primeros recuerdos están en los chats de Terra, el Messenger, mi primer correo electrónico de Hotmail y por supuesto, el todopoderoso buscador de Google. Después de tener un par de cuentas de correo electrónico con direcciones vergonzosas (que tire la primera piedra a quien no le haya pasado), di el paso a una dirección más seria con Gmail. A lo largo de estos años he tenido que tomar una serie de decisiones de compra y uso, hablo de sistemas operativos y dispositivos… y ante la duda, Google siempre estaba allí. Una de las grandes baza de Google es que posee un ecosistema abierto, pero la realidad es que más pronto que tarde he descubierto que estaba atada a la gran G ad aeternum.

Así, pienso en mi primer teléfono, un Alcatel bastante grueso y con antena al que le siguió un móvil con tapa, una horda de Nokias y un Samsung Galaxy Ace que fue mi despedida (ahora ya sé que temporal) de Android. En mi cabeza está mi primer ordenador portátil Toshiba, que me compré al empezar la carrera. Lo sustituí por un Acer que no duró demasiado y que acabó siendo remplazado por un eterno que debe seguir por algún armario. Hace aproximadamente una década di el salto a mi primer iPhone y poco después, a mi primer MacBook. Parece que he dejado Google atrás en favor de Apple pero no es así: Google sigue en mi vida (digital) más presente que nunca.

La palabra digital es clave en este asunto.  Google lleva siendo mi buscador de referencia desde que tengo uso de razón en internet y, conforme yo he ido creciendo como usuaria, ha evolucionado la tecnología y los servicios disponibles. Contaba al inicio del artículo la creación de mi primer email «serio», que por cierto sigo usando. Eran tiempos en los que Yahoo y Hotmail peleaban de tú a tú con Google por «regalarte» una cuenta de correo, pero si preguntas ahora, la vasta mayoría de usuarios y usuarias (aunque se creara otras cuentas), se quedó en Gmail.

De la mano de Gmail, llegó el espacio de almacenamiento de la nube de Drive. Aunque inicialmente mi servicio favorito era Dropbox, Drive me venía de serie así que por qué no. He de reconocer que no «me casé» con Google en todo lo que lanzaba. Así, no caí con Chrome OS, pero no lo hice simple y llanamente porque mis necesidades no se ajustaban a lo que su sistema operativo ofrecía, aunque me gustaba. En otros casos, como por ejemplo Google Home y su asistente de voz o Google Fotos, los usé durante un tiempo, pero acabé dejándolos de lado por otros servicios. Donde sí que me quedé es probablemente en lo que más uso en mi día a día: el navegador Chrome, en el que estoy al menos ocho horas al día durante cinco días a la semana.

Sea como fuere, con el buscador como punta de lanza, la bola de nieve de Google fue creciendo e «invadiendo» mi vida digital. Una invasión gradual y autorizada, la verdad sea dicha. ¿Por qué confiar siempre en Google? Tenía (y sigo teniendo motivos de peso): la experiencia de haber usado sus productos y conocer su calidad, que es gratis (aunque ya sabes lo que pasa cuando alg0 es gratis) y la vítola de que Google es un sistema abierto que sirve para todo. Entiéndeme, lo es: puedes usar Google Chrome en Microsoft y MacOS, Google Fotos en tu iPhone o tu Android, Drive en todo tipo de tablets, ordenadores y teléfonos. O incluso, sin instalar nada.

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Así que el día menos pensado te pones a pensar y te das cuenta que tienes un altavoz inteligente de Google escuchando en tu casa, que Google Maps sabe cada paso que he dado en la última década, que la gran G tiene pruebas de dónde he estado y con quién, que Chrome se sabe mis contraseñas y tarjetas bancarias y hasta que vía Fitbit dispone de datos de lo que duermo y lo activa que soy. Ahora, hasta ni siquiera voy a necesitar las contraseñas gracias a las passkeys. Ríete tu de Black Mirror.

Mea culpa. He sido yo la que he ido poco a poco metiéndome en este laberinto de servicios que me hacen la vida más fácil gratis. En mi defensa diré que a principios de los 2000 ni siquiera sabía por dónde me daba el aire (un poco como vislumbramos ahora la llegada de la inteligencia artificial), decía que sí a todo sin leer las condiciones y no pensaba las implicaciones. La simpleza y la interoperabilidad fueron el caballo de Troya.

Ante el miedo de quedarme limitada en un servicio o marca y las pocas ganas de pagar por algo que no sabía que iba a usar (o de pagar, directamente), en buena parte de los casos adopté los servicios de Google sin pensármelo demasiado. Y ahora la realidad es que estoy «atrapada» en una cuenta de Google y ya no hay vuelta atrás: no concibo mi vida digital sin esa cuenta de Gmail que lleva siendo mi guía y testigo de lo que he hecho en internet durante años y años.

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Afortunadamente, siempre hay opción para un retroceso progresivo. Así, estoy optando por gestores de contraseñas independientes a Chrome, he dejado atrás la comodidad de la suite de Google en favor de software en local, comencé a almacenar mis fotos y vídeos en un NAS, donde además guardé mis copias de seguridad.

Pero hay cosas a las que no puedo ni quiero renunciar, porque resulta extremadamente cómodo tenerlo todo unificado. Pienso en lo conveniente que me resulta que cuando reservo algo y me llega la confirmación a mi cuenta de correo, se sincronice en el calendario de mis dispositivos.

Asimismo, he empezado a valorar más a servicios de la competencia, simple y llanamente por no confiarlo todo a una misma empresa: la música en streaming de Spotify, la gestión de tareas de Todoist, la gestión de contraseñas de 1Password, el ecosistema del hogar de Amazon, mis dispositivos de Apple y algunos de sus servicios.

Pero, ¿es necesario que esté todo unido? Por supuesto que no, es cuestión de encontrar un complicado equilibrio que me funcione, la independencia y la comodidad de lo multidispositivo. Y desde luego, pensárselo dos veces antes de poner todos los huevos de mi vida digital en la misma cesta.


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Eva Rodriguez

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